Fuimos.
viernes, 2 de diciembre de 2011
jueves, 17 de febrero de 2011
Oportunidad
viernes, 11 de febrero de 2011
Luz
viernes, 21 de enero de 2011
miércoles, 19 de enero de 2011
martes, 18 de enero de 2011
Digitalización
Me he instalado un puerto USB en el corazón. Ha sido doloroso pero ha merecido la pena. Es que tengo mucho lío, le digo. Y es verdad. El ganarme la vida para vivir, me está impidiendo vivir. Así que yo, resolutivo, he tirado por la calle del medio. Sí. Con este puerto recién instalado transfiero todos los sentimientos del día a una memoria estándar y luego, diligente, se la envío a ella por mensajería urgente. Todo moderno, funcional. Ahora sólo tengo que ver como me las ingenio para digitalizarme las yemas de los dedos, la humedad de los labios y la erección del sexo. Pero todo se andará.
martes, 21 de diciembre de 2010
Cardamomo
martes, 28 de septiembre de 2010
Olvido
Bajando a la estancia del deseo, recordé que no recordaba su nombre. Apoyada en un recodo de mi cuerpo, con la cabeza baja, pensativa, repasé imágenes, sonidos, olores, sabores, caricias. Ni rastro. Fui incapaz de recordar esas seis letras que se han borrado de mi abecedario y que ya no forman palabras en mi vida.
sábado, 4 de septiembre de 2010
Risa
Se terminaron las cebollas de mi vida cuando entraste sin hacerte notar. Se precipitaron a la sopa del olvido y allí, a fuego lento, flotaron por la casa en matizados recuerdos. Llegaste y llenaste mi cocina, primero de leves sonrisas, pero después del primer beso, me cubriste de carcajadas hasta las lágrimas.
sábado, 14 de agosto de 2010
Indiferencia
viernes, 18 de junio de 2010
sábado, 8 de mayo de 2010
Paciencia
(Paseo de los Enamorados. Sargadelos. Lugo)
La aldea quedaba aplastada por la luz de la tarde. En la última casa, camino del río, la diminuta figura de una anciana, era un espectro sentado sobre un tosco tronco, montón de huesos plegados entre la madera y la piedra de la pared. Con la cabeza cubierta del negro compañero de toda la vida, apenas sentía el roce de los rayos del sol de primavera. Pensaba que el frío de la muerte iba metiéndose en sus entrañas poco a poco, hasta el día en el que terminará apoderándose de ella y la llevará al otro lado del valle, a la tumba donde ya reposaban todos sus compañeros de vida. Las manos sarmiento, deformes, alisaban incansables el delantal de negrura intachable. Era una manera de medir un tiempo de descuento, regalado e inútil. Había enterrado a padres, hermanos, un marido y cuatro de los cinco hijos que parió de pie. Un día, tres de ellos subieron a un camión con la pasión encendida por los ideales y ciega la razón. Sólo volvió uno, envuelto en alcohol y enfermedad que malvivió entre los insultos de los ganadores y la indiferencia de la vida tres años después. Su marido pasó perdido en el monte más de un año, esperando a que los vencedores se olvidaran de que había nacido. No hubo suerte y terminó en una cuneta, sin testigos, sin marcas, sin lugar donde ir a llorarle. Entonces, aún bullía su pasión, pero el dolor sembró en ella la semilla de la paciencia, la paciencia de esperar a que no suceda nada, la paciencia del vacío de la muerte.
A su lado, una chiquilla que acaba de entrar en la adolescencia, se mueve impaciente sobre un pequeño taburete. Lleva el vestido que estrenó el jueves santo, estrena cinta en el pelo y una sonrisa que inaugura una vida. Sabe todo lo que hay que saber de tormentas y canículas, de animales y cosechas, de fogones y labores; desde que pudo ponerse en pie trabaja, como uno más en la casa. Pero sólo hace un par de semanas que la han parido a la vida, hace sólo dos semanas que ha descubierto la esencia, el nombre, el contorno real de las cosas. Hace dos semanas ha aprendido a soñar y a tener esperanza. El día del santo patrón, una compañía de cómicos pasó por aquel lugar que ni siquiera aparece en los mapas. Sembró la aldea de cabriolas, trucos, relatos, risas y amor. Ella se miró por primera vez en los ojos de otro y un olor a heno y saliva se metió en su alma a partir de esa noche. Hoy su cómico vuelve, ternura en las manos, fuego en la boca.
La tarde avanza impasible, imparable, el silencio como único rumor. Las dos esperan, paciente a la muerte, impaciente a su amado. El sol se oculta por fin llevándose luz y esperanza. Nadie bajó vereda abajo, junto a la línea de álamos hasta su puerta. Las dos, con idéntico frío ancestral, abandonan su asiento. Una esperará a su pálida visitante durante la noche. La otra, siente cómo prende en ella la semilla de la paciencia, cómo crece en sus entrañas el ser que lleva dentro.
domingo, 15 de marzo de 2009
Cine
Con el cine me declaro un ser insaciable. Cine, cine, cine, más cine por favor. Cuanto más cine veo más cine deseo ver. No como un vicio, ¿o sí? Pero siempre con una gran pasión. Con un nudo en el estómago frente a la expectativa de sentir, de ser, de dejarse llevar por el cauce de la historia que se desarrolla ante mis ojos.
Me gusta la liturgia del acto de ir al cine. Esta comienza en casa, viendo lo que las salas de nuestra ciudad ofrecen, seleccionando, eligiendo, como quien busca en un cajón la prenda que lucirá para una ocasión. Una vez elegida, junto con el lugar y la hora, se decide algo en absoluto baladí, si se va a ir sólo o acompañado y el tipo de compañía, que está condicionada por el grado de deseo/posibilidad de compartir la película elegida.
Vale, salimos de casa, vamos a la sala y adquirimos la entrada, con espera o sin ella, disciplinados en líneas humanas mirando a la cabina donde alguien nos habla tras un cristal, con una voz metálica, difícilmente cálida. Ya tenemos en nuestro poder la llave que nos abrirá las esencias.
Si hay compañía quizá compartamos antes conversación delante de un vaso en un local cercano donde se suele socializar. Aún envueltos en una conversación interesante, entraremos en el cine, obviando el ser invisible que desgarra el visado que nos otorgaron como derecho de acceso.
Ya nos hemos sentado, quizá en el lugar elegido, quizá en el que la dueña de la voz metálica nos asignó. En compañía o en soledad, esperamos a que las luces se apaguen, rodeados del murmullo de conversaciones a media voz. Desde siempre, vivo este momento con un nerviosismo infantil, con la zozobra estéril de si las expectativas creadas serán cumplidas. Y la luz se apaga y el silencio se hace elocuente.
Entonces se produce el milagro y la pantalla se llena de luz, de imágenes, de fotogramas que engañan nuestros ojos con la sensación de movimiento. Y yo, pequeña y solitaria en mi butaca, me convierto en el otro extremo del filamento y me ilumino por dentro.
Sí, la liturgia de ver cine en el cine no tiene nada que ver con el visionado de una película en casa, sea cual sea el artilugio que utilicemos para ello. Es la distancia entre lo original y su imitación, la catedral y la capillita doméstica de rezo, volar sobre el mar o saltar sobre un charco. Y a ello contribuye sin duda, toda esta ceremonia inconsciente que repetimos cada vez.
Hay algo que me emociona más que el hecho en sí de ver la película y sentirme parte de toda esta dinámica. Sí. Algo que a veces ha llegado a hacerme sonreír con los lagrimales húmedos: ver el sentir reflejado en tu cara, en la penumbra de la sala, adivinándote a mi lado.
lunes, 2 de marzo de 2009
Zapatos
Le había dicho él, mientras ella escogía el par adecuado para el traje chaqueta gris que había elegido como atuendo de trabajo ese día. Era minuciosa y cada par iba guardado en su caja correspondiente –la marca de fabricante era la primera pista- con una fotografía pegada del par que en ella se alojaba.
Esa inclinación algo enfermiza de ella a comprar zapatos de manera convulsiva tenía como origen real la obsesión por sus pies y todo lo que con ellos estaba relacionado. Pasaba por la pedicura mínimo una vez al mes en invierno y dos en verano. No tenía ni una dureza o descuido en su cuidado que la hubiera llevado alguna vez a ver al podólogo. Sobre las uñas llevaba una pedicura permanente francesa que hacía que el acabado resultara impecable.
Para ser exactos esa “pequeña” manía alcanzaba también a sus tobillos. Por ello los zapatos siempre se complementaban con unas medias pensadas y meditadas. Esos eran los objetos máximos de su fetichismo: zapatos y medias; medias, no la vulgaridad de los pantis.
A él le ponía bastante todo aquello. Era algo agradable que podían disfrutar juntos. Así lo interpretó desde que se conocieron y a él le excitó enormemente entrar en todo ese juego. Por eso, habían elaborado todo un código relacionado con ello que utilizaban en sus encuentros sexuales.
Así, cuando ella se compraba un nuevo par, había que estrenarlo. Eso significaba hacer el amor con ellos puestos. Pero no simplemente, no. Cada par, su personalidad, el uso al que estaba destinado, su diseño o inspiración, evocaba una puesta en escena concreta. Se sonreía al recordar cuando ella estrenó sus nuevas Boreal y el riesgo que conllevaba que se las había calzado con crampones; culminaron el Everest varias veces esa noche. Aquella otra vez que por navidades, haciendo un exceso, le regaló unos Christian Louboutin y ella, para el estreno, pinto de rojo la pared oeste de la habitación y se vistió con su Alberta Ferretti negro, el del escote en la espalda como un balcón al escándalo.
Sus pies. Soñaba con ellos. Si la veía empezaba a verla a partir de las puntitas blancas de sus uñas bien dibujadas. Ahí empezaba su juego, su manera de excitarla, porque era apuesta segura de entrega total, de éxtasis. Sus pies eran la puerta no sólo a su deseo, eran la puerta a su corazón.
Un día encontró un par de zapatos que él nunca había visto, que no habían estrenado juntos. Estaban poco usados, pero usados. Unos Muxart excéntricos cubiertos de plumas de pavo real. Entonces supo que su amor había terminado, que ella le era infiel.
jueves, 5 de febrero de 2009
Palabra
Sin embargo, me voy dando cuenta de que no soy yo la que elijo las palabras, son las palabras las que me eligen a mí. Son mis acontecimientos vitales, aquello que la buena vida me trae, lo que hace que una palabra se dibuje en mi cabeza y mis manos, como las de un alfarero algo torpe, modelan lo que ella me sugiere.
Así, Añoranza nació cuando habité en el Magreb, Turbulencia el día en que alguien me hizo aquella rozadura que ya curó, Alivio se forjó cuando él partió y el Silencio siempre estuvo ahí. Manos es el poema de amor que un día me inspiró el ser al que más he amado y que me arrancó el corazón de cuajo. Beso surge de la contemplación de una de las piezas que hay en un museo que, debo reconocer, cada vez que visito mi libido sale alborotada y creo dejar un amplio rastro de feromonas porque en las calles de París, los rostros masculinos me miran con otros ojos. Sí, son las palabras las que van pidiendo su turno.
Por ello, no puedo anticiparos cual será la siguiente que aparecerá en la lista, que irá conformando este personal diccionario vital. Sólo espero que cada una de ellas os acerque, al menos, una sensación, una sonrisa, una pequeña reflexión. Este es mi diminuto homenaje a ellas, las que adoro, las que respeto y las que me permiten el acto mágico de comunicarme con vosotros, mis ángeles.
viernes, 30 de enero de 2009
Turbulencia
Turbulento/a por añadidura
Hoy me desperté fuera de mí, como tantas y tantas veces. Hoy no me entra la vida en el cuerpo y siento que los gestos van a hacer estallar mi piel en diminutas partículas atmosféricas. Hoy me levanté turbulenta.
Turbulenta, turbulento, turbulencia, movimiento circular, espirales anárquicas sin geometría definida, disimétricas.
Movimiento, en cualquier sentido, con tendencia a la máxima entropía. Movimiento sin armonía, con tendencia al caos. Desorden por oposición, desorden por comparación.
Vivimos en un Universo con una tendencia natural al caos, al valor máximo de la entropía, a dibujar infinitos planos de simetría, para perderla definitivamente.
A la turbulencia se asocia agitación, estado cinemático del ser en movimiento. Perdonadme, pero empiezo a perderme en las palabras, echo el ancla y me sumerjo en la que me ocupa.
Veamos las definiciones aceptadas, sistematizadas y regladas:
Turbulento, ta.
(Del lat. turbulentus).
1. adj. Dicho especialmente de un líquido: Turbio y agitado
2. adj. Dicho de una acción o situación: Agitada y desordenada
3. adj. Dicho de una persona: Agitadora, que promueve disturbios, sicusiones, etc. U.t.c.S.
4. adj. Fís. Se dice del movimiento de fluido en el que la presión y velocidad en cada punto fluctían muy irregularmente, con la consiguiente formación de remolinos
Agitación, desorden, turbidez, movimiento.
La turbulencia se asomó al espejo y desde el otro lado del plano le miró mi quietud, con su manto brumoso. La quietud tenía los pies descalzos sobre la hierba y la turbulencia miraba como zarcillos trepadores se enroscaban en los dedos de sus pies. A la turbulencia le pareció interesante, pensado en las cosquillas que debería hacer aquello en su piel sensible. Sólo le asaltaba una duda, como pasar al otro lado.
martes, 13 de enero de 2009
Manos
la playa en la que naufragar
el grano de arena que forme mi roca
una prolongación de mi cuerpo.
Son ellas el universo por el que vagar,
manos nudosas de tiempo
tendidas en la tormenta
firmes sobre mis caderas
amarrándome para volar.
Y cuando caigo en la pesadilla del vacío,
cuando sudo la pequeñez del miedo,
son tus manos las que me recogen
en el gesto de su vida
Beso
¿Qué es más blanco, más luminoso? ¿El mármol del que está hecha o la luz que desprende? ¿El gesto?
La intensidad de la composición nace de esa blancura y de la postura de los componentes, espiral de cuerpos, abandonada ella, tenso él, cayendo sin voluntad completa sobre ella. El blanco y el gesto se aúnan para atrapar toda la atención, el resto desaparece. Ella cae sobre la lectura de él, su anterior ocupación, su última atención antes de que se dejaran llevar hacia este beso eterno que los contiene, esclavos de su abrazo, espiral eterna que la piedra, la blancura de la piedra, evidencia, camuflando el latir de las sienes, el galope alocado del corazón, la difuminación de los labios que se deshacen cubiertos de fluidos compartidos, los pezones tersos, la incipiente erección.
Y las manos que vuelan, como pesos muertos las de ella, como pájaros que giran las de él, sin rozar apenas la piel femenina, erizada e hipersensible, por la intensidad del instante. Todo el peso de ella gravita en su codo derecho, el brazo que se pliega para disminuir el espacio entre ellos, mientras que el izquierdo se adapta al cuello viril, convirtiéndose en el ancla que la feminidad ha calado en su evidente masculinidad, clave para su abandono.
Rodin se quejaba de la falta de evocación de esta obra, porque los personajes atrapaban toda la atención. Y es que para esta observadora son los personajes la evocación misma y nosotros, pobres espectadores, nos perdemos, navegando en los fluidos que ellos intercambian, como en una tormenta que recorre cada uno de los minúsculos elementos que nos componen.
Yo quisiera ser apenas el roce, apenas el centímetro cuadrado que él roza en el muslo de ella y que supone la mínima ruptura de su indiferencia, de su tensión, de su reserva, la puerta al abandono que ella ya le ha regalado porque si no, jamás hubiera sido capaz de viajar por la espiral de su beso. Yo quiero ser el tobillo de ese pie adaptado al gesto, a la postura, elevado para permitir la contorsión del cuerpo. Yo quiero ser la sombra que la luz forma para dar evidencia a ese tobillo, como un sueño.
domingo, 5 de febrero de 2006
Añoranza
Siempre he tenido, como muchos madrileños, una relación de amor-odio con la ciudad en la que nací y en la que he vivido gran parte de mi vida. Temporadas donde pienso que no se puede vivir mejor en ningún lugar del mundo y momentos donde te dan ganas de abandonarlo todo y trasladarte a otro paisaje, si es costero mejor, como paradigma de cambio radical. ¡Qué sería de nuestra vida sin estos sanos espasmos vitales! Nos sirven para hacer parada en el camino y reflexionar sobre lo que hacemos, aunque raramente cambiemos de rumbo.
Y aunque la aventura de la vida continúa y no me lo pensaré mucho ante al pregunta "¿Te vienes a...?" se van concretando sensaciones. No hay nada como probar para tener certezas. Y yo probé. Salí de Madrid y me lancé por el tobogán de vivir fuera de mi ciudad, de mi país, aunque, bueno es decirlo, con fecha de vuelta. Y fue en ese momento que las tres dimensiones de la palabra Añoranza se comenzaron a desarrollar, se fueron dibujando los contornos de sus letras, las sombras de sus huecos, convirtiéndose en un senderito por el que perderse.
Mi curiosidad científica y cierta necesidad de sistemático orden me llevaron a abrir la cajita donde la palabra se aloja, sometida al tiempo y los avatares de millones de bocas que la acarician. La definición que la Real Academia Española hace de la palabra es la siguiente:
1. f. Acción de añorar, nostalgia.
Descripción que añade nuevos términos, nueva búsqueda:
Nostalgia (Del gr. νστος, regreso, y -algia):
1. f. Pena de verse ausente de la patria o de los deudos o amigos.
2. f. Tristeza melancólica originada por el recuerdo de una dicha perdida.
Y si deshacemos la acción y buscamos el verbo:
Añorar (Del cat. enyorar):
1. tr. Recordar con pena la ausencia, privación o pérdida de alguien o algo muy querido. U. t. c. intr.
Se añoran paisajes, lugares, miradas, rincones. Se añora lo que no se tiene, lo que se ha perdido, lo que está lejos y, por tanto, es inalcanzable. Se añora lo que se conoce, lo familiar. Se puede llegar a añorar el fruto de un sueño. Pero en la añoranza siempre hay conocimiento previo. Para no dispersarme, centraré mi reflexión en los lugares añorados, porque la entrada en el mundo de los seres añorados implica palabras infinitas.
Yo, quizá por mi nacimiento, quizá porque mi vida está organizada de manera diferente, adoro volver a Madrid, es allí donde me siento en casa. También es cierto que no me duele dejarla e intento disfrutar de lo que los otros lugares del mundo donde me emplazo, me ofrecen. Pero si pienso en casa, en ver llover tras el cristal, en las reuniones con amigos, en quedarme en la cama hasta tarde, leyendo, un domingo, disfrutando del tiempo leve que se regala, es en mi casa, es en Madrid.
Eso no excluye mi añoranza por otros paisajes: el mar, fundamentalmente. Pero un mar con costa verde. Es siempre el lugar donde quiero encontrarme, sí. Costas rocosas con praderas recortadas, que se vierten intentando darse un chapuzón en las olas juguetonas. Costas escarpadas que se enfrentan a los embates del mar, con tozuda disposición. Costas brumosas donde todo puede pasar, donde la aldea se adivina, donde el mar se convierte en un sonido constante, monótono, allí abajo, amplificando su presencia: está aunque tú no lo puedas ver. Es allí donde juegan mis sueños, pies desnudos sobre una hierba húmeda de mar y de salitre con caracolas enroscadas en mis dedos. A veces lloro en sueños, porque mi zarza secreta perdió sus moras al paso de la primera lluvia de otoño, cerca del muro de piedra, detrás del cementerio. Y soy niña y tejo espuma con mis pies desnudos sobre la roca. Y me pierdo entre las olas mientras mi cuerpo se enreda buscando las estelas perdidas del tejido espeso que mis pies hilan, hilan e hilan (...).
Sí, definitivamente. Mi añoranza es un país perdido, al que nunca podré volver, pero con el que siempre sueño, que se llama Infancia.